3.4.11

[Reflexiones] Cuando el escritor se siente absorbido por el doctorado

Hace mucho que leo a Borges. Cuenta la historia que en lugar de los tres cochinitos, a mí le leyeron Tlön, Uqbar et Orbis; que en lugar de la caperucita roja, me contaron La Intrusa. Después lo hice solo y nunca paré.

Aún ahora, treinta y siete años después, me hago acompañar siempre por ese fetiche de mi infancia: un libro de él. Es un poco como un tercer abuelo, como ese tío que muchos tenemos, un poco Funes el Memorioso, un poco el Sherezade masculino que no para de contar historias.



A Borges me lo imagino ya viejo y ciego, siempre sentado pegado a una ventana que le trae los ruidos del exterior y el sol que ya no ve, pero que siente. Siempre pensando con esas ínfulas argentinas que le otorga el ser una casi total biblioteca.

El perfecto argentino que siempre quiso ser gaucho; lleno de historias de puñales, de hombres que se encuentran a sí mismos en un banco, de misterios que se resuelven con una enciclopedia de la que sólo existe un volumen apócrifo.

Pero no quería hablar de Borges y ya llené media página. Quería hablar de Juan Muraña. No en realidad tampoco quería hablar de él, sino de lo que me hizo pensar la lectura de ese cuento esta mañana. Sobre todo su final:
“Muraña fue un hombre que pisó mis calles familiares, que supo lo que saben los hombres, que conoció el sabor de la muerte y que fue después un cuchillo y ahora la memoria de un cuchillo y mañana el olvido, el común olvido.”
Yo también escribía.

Durante mucho años he escrito cuentos. Siempre a la sombra de él, por más que intenté salir de ella. Qué difícil y qué aburrido dejar de escribir ficción. Pero no importa, el hecho es lo que cuenta... Y ahora, ahora nada. Es, como dijo algún día Blake, otro que como yo, trocó su antigua actividad por la de escribidor, pero de tesis: “te falta pasión”. Sí, es cierto, la extravié en alguna página de teoría social.

Hoy que leí de nuevo al maestro Borges caí en la dura evidencia de haber perdido las fantasías. Mi pasión ahora se convirtió en fotografía; mi pasión se convirtió en un eterno andar, en la compra del cuento de la academia, de sus campos, de sus fines y de sus medios, pero que no conoce la ficción: un ser humano a medias.

Tal vez. Sí, tal vez si lograse hacer como Eco, que haciendo su tesis reunió los elementos para escribir algo que la gente sí lee, tal vez entonces podría recuperar esa pasión, recuperar a mi musa. Esa musa que debe haberse quedado en Roatán, en Toronto, en Dublín (¿eras tú, Charlotte?) o en Coyoacán. Sí, tal vez la encuentre en esta ciudad, entre las sombras bohemias que nunca duermen.

Y pensar que aún me quedan quinientas páginas por hacer. Sí, volveré a mí, Ficción, mi ficción.

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