Han pasado 10 meses desde que llegué a Oaxaca (Ocsaca, dicen los parientes políticos de mi viejo). Después de una triple fractura con accidente de moto, de un par de intentos frustrados de integrarme a equipos de trabajo, de un lento avance en un proyecto personal, de la participación en una asociación y un final de tesis doctoral que aún es insípido por carecer de sustentación, comienzo a sentir que me acerco a mi razón de estar en Oaxaca.
Creo que lo descubrí hace un par de meses: se juntó el final de la tesis con un primer acercamiento a la historia de los pueblos perdidos de la sierra. Ella nos contó la complejidad de volver a la tierra de su madre desde el DF y ser una paria: sin idioma, sin familia y con unas ganas locas de estudiar algo que en el pueblo no se hace: la secundaria. Escuchar su historia de ruegos y búsquedas; de regaños, peleas y lapidaciones en la calle y de grandes esfuerzos para salir del pueblo me hizo pensar que mi tarea sería contar, contar, escribir.