18.1.15

[Reflexiones] La Austeridad del abuelo

Hace unos minutos conseguí el título de este post pendiente. Es mi tributo al abuelo, un viejo de noventa y dos años al que se le ocurrió partir el pasado 31 de diciembre. Cansado de esperar, cansado de estar, aburrido de robarle el aire a otros, como decía con frecuencia. Un enorme abuelo con el que sólo hablaba de vez en cuando pero con quien me entendía a la distancia y con el corazón.

Un gran ecónomo. Nació en un barrio del centro de Toluca, pronto perdió a la madre y al padre. Fue rescatado por una tía y a los 6-8 años trabajaba haciendo sombreros de paja para ayudar en casa. Tal vez fue el año pasado cuando me contó eso; jamás había hecho alarde de su temprana jodidez, como hacen otros viejos para doblarnos el alma y clamar nuestra atención;  "tenía un par de zapatos y a veces tomaba leche. Le daba tres cuartas partes de lo que ganaba a mi tía. Ella lavaba ropa, remendaba y así sobrevivimos muchos años". Hizo unos cuantos años de primaria y luego comenzó como cobrador en la línea de autobuses Colón Nacional (que llevaba ese nombre porque su recorrido comenzaba en la empresa Nacional y terminaba en Colón). Con el tiempo aprendió a manejar y después le permitieron llevar esa ruta. En algún momento se asoció con más choferes y compraron un camión, luego otro y otro... Un buen día se encontró con la posibilidad de liderar a los camioneros y fue líder charro. Sí, mi abuelo fue líder charro. Viajó a Granada con la asociación de charros ¿pagado por el gobierno? y ahí se hizo una foto con Eduardo Capetillo. Yo la vi, la escaneé y rescaté sus cuarteaduras. Después las pegó ambas en su pared de fotos familiares. 


Un día decidió meterse a la escuela nocturna para terminar la primaria. La nocturna, esa bajísima categoría de escuela de la que tanto nos hemos burlado y sin embargo no sólo le enseñó a leer y escribir, sino que le dio mujer. Ahí conoció a Celia (Ché), una profesora chiquita que usaba zapatos del uno y medio y tenía que comprarlos en el departamento de niñas. Una profesora que venía de lejos. De muy lejos: de un pueblo perdido en la sierra de Guerrero al que se llegaba sólo en caballo. Mi abuelo se ligó a la profe, una mujer unos diez años más grande que él: "y yo dije: quiero una mujer, aunque no sea bonita, que nadie me la quiera quitar, que me dé hijos y con la que pueda pasar el resto de mis años porque no quiero estar solo. Ya fue mucha pinche orfandad...". Con ella me fue a ver a Francia, cuando yo tenía unos siete u ocho años; con él sucedió aquella anécdota en el metro cuando me dijo "Oui, Calzón" satirizando el "garçon" (chico) y el tipo que estaba al lado se volteó sonriendo para decir "caray, señor ¡qué bien habla usted el francés!". Y ella fue la que, malinterpretando a una negra exuberante que le daba el paso ("Passez-vous!") le espetó: "¿Pa cebú? ¡Pa Cebú está buena usted!". 

Esos eran los abuelos. El viejo al que me refiero recibía todas las tardes el pago de sus choferes y contaba pesos, centavos y billetes, de frente al tocador y luego hacia montoncitos y fajos que llevaría al banco o pasaría a recoger la camioneta del servicio Panamericano... dinero-banco-dinero-banco-dinero... Esos fueron sus años previos al retiro. Guardar, atesorar, juntar "Para que no me volviera a faltar..."

Tendría tanto más que contar acerca del abuelo: idas a su casa de Acapulco, fiestas en esa casa que jamás cambió de muebles, charlas en su sillón que cuando mucho cambió de tapiz, pero jamás de estructura, pláticas en el jardín, leche con café en una cocina que aún debe tener tazas, cubiertos, platos y ollas de los años treinta que hoy nadie más usa; que deben haber quedado fijas y estáticas, en pausa... Pero no, no quiero contar más acerca de eso. Ni de su pobre biblioteca de libros viejos, ni de los cuartos y armarios o de los trajes colgados que nunca se ponía. Mucho menos de que después se volvió a reunir con otra mujer que también falleció antes que él; ese pinche miedo de los humanos (¿de los hombres?) de no querer quedarse nunca solos. 

Quiero contar sobre lo que me dejó.

Un tipo que sabía escuchar, sobre todo desde que mi abuela murió. Alguien al que podías ir a ver, sentarte frente a él, y contarle tus logros y fracasos sin recibir una sola recriminación o descalificación. Sólo una risa, una mínima aprobación y una corta frase: "Ah, qué Sami... está muy bien". Nunca nos vimos tan seguido: un par de veces al mes mientras viví en Toluca; una llamada al mes cuando dejé el pueblo. Pero no había vez que volviera sin pasarlo a saludar y hacer mi monólogo, un breve intercambio de notas sobre política y ocasionalmente una plática sobre algún libro que hubiéramos compartido. Recuerdo que desde mi viaje motociclístico a Argentina le envié Los siete pilares de la sabiduría, el enorme -en todos los sentidos- libro autobiográfico de T.E. Lawrence, mejor conocido como Lawrence de Arabia. Lo hablamos mucho; el abuelo recordaba todos los pasajes y revivimos un poco la historia en nuestra conversación. 

Sí, era parco. Para muchos era codo -avaro-, aunque no puedo dejar de pensar que el día que quise vender una moto para ir de viaje me dijo que me la compraba y una vez que me la pagó, me devolvió la factura y me dijo que me la regalaba, pero yo digo que no era codo a secas: era austero.

Austero en palabras, hasta con sus hijos; austero en sus comentarios porque evitaba inmiscuirse en nuestras vidas; austero en sus gustos porque no necesitaba más para vivir... ¡si hasta se reía porque le robaba el aire a los vivos! Era austero porque su infancia fue jodida y es cierto que en su madurez tuvo momentos de petulancia por sus millones en el banco -hasta cargaba con una copia del estado de cuenta y nos la presumía cada que podía-, pero cuando vio que la vida no se alargaría con cada millón que estuviera en el banco, volvió a ser austero y ecónomo. A vivir de lo necesario, sin más.

El treinta y uno de diciembre hablé con él y nos cagamos de risa unos minutos. Nos cagamos de la risa de ser como somos: austeros hasta en nuestras relaciones familiares y sentimientos... Genética de la austeridad emocional. No sé si esa noche se le llenó el corazón de emociones y con la sobredosis el destino lo alcanzó, pero de lo que estoy seguro es que tenía muy claro que su ciclo se acababa... ¿y qué mejor fecha para cerrarlo que el treinta y uno de diciembre a las nueve y media de la noche?

Dicen que se quejó un poco, pero aseguran que pidió también solemnidad austera: "Me velan un rato y me creman rápido". Y así siguieron sus instrucciones los hijos, y los nietos sólo pudimos pedir un par de horas más para que llegaran otros a darle el último adiós. No hubo caja, no hubo esquela, no hubo lápida. Y se fue el abuelo. 

Cuando sea viejo, quiero ser austero como él.

PS: Acá el link a un texto que hice cuando la abuela murió. Unos doce años antes. Ciclos, ciclos. 

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